Cómo salvar el
mundo: diez recetas sencillas
Receta n°1
Por Israel Adán
Shamir,
(conferencia
ofrecida en Madrid el 9 de noviembre 2009)
El mundo está
enfermo, con altísima fiebre. El calentamiento climático no es más que una
metáfora de esta vida afiebrada que llevamos. Lo primero es bajarle la
temperatura al mundo, refrescarlo.
Mientras que el
equipo de Obama y sus pares en todo el mundo tratan de estimular el consumo y
alentar el crecimiento haciendo el crédito más barato y excitándonos con
imágenes titilantes de nuevos autos, nuevos teléfonos, nuevos trastes de cocina
y hembras atractivas, deberíamos tomar la dirección opuesta, la de reducir las
tentaciones. Mantengámonos en la ignorancia voluntaria de las maravillosas
oportunidades que se nos presentan para estar al día en nuestros arsenales de
cachivaches.
Le rezamos a
Dios para que aparte de nosotros las tentaciones, pero la maquinaria
publicitaria las promueve a diario, y esto es lo que nos causa neurosis y
ansiedad dolorosa. Hay otro resultado secundario pero igualmente funesto de la
publicidad, y es que alimenta los medios masivos dependientes del mundo del
negocio, que a su vez nos aguijonean para consumir más y más.
Los medios tiene una
función importante y positiva que cumplir: como lo indica su nombre, ayudan a la
gente a intercambiar puntos de vista y forjarse opiniones propias. Además
cumplen con la función de entretener, y esto también es bueno.
Mientras las
cualidades positivas de los medios deberían preservarse, habría que salir del
cerco del business, consumo y excitación. Y esto se puede lograr con la
erradicación de la publicidad, de la misma forma que hemos prohibido la
publicidad para el tabaco. Hay una primera medida no tan drástica, factible aun
sin grandes cambios sociales, simplemente mediante la separación del contenido
informativo y de la publicidad. Los diarios y las revistas deberían elegir entre
publicar contenido (opiniones, relatos, noticias) o transmitir publicidad. O lo
uno o lo otro, sencillamente, con la prohibición de cualquier mezcla.
Habría que
tratar a los medios que elijan la publicidad como la pornografía, alejarlos
fuera del espacio público, para la venta aparte, en sobres opacos. Podemos
aprender de Tailandia, donde los cigarrillos se venden legalmente por debajo del
mostrador, a los clientes que los pidan, pero no pueden nunca figurar en los
estantes. La publicidad es más peligrosa que el tabaco, pues causa ansiedad,
envidia, y una aguda conciencia de fracaso personal para los millones de gentes
que no pueden comprarse el Jaguar último modelo.
Este
acercamiento quebrará la conexión malsana que existe entre negocios y formación
de la opinión pública; Los medios de contenido tendrán libertad para
entretenernos y ofrecer sus tribunas a escritores y pensadores, sin tener
necesidad de mendigar la aprobación de ningún oligarca. Esto restaurará también
la transmisión de la respuesta de los lectores a sus medios. Fue este “feedback”
el que hizo posible el surgimiento de medios de izquierda y su desarrollo; pero
a pesar del gran número de ejemplares impresos, fueron muriendo, porque no
pudieron competir con los periódicos que sí llevaban anuncios, los de la
oligarquía. Así, en Israel, los izquierdistas Davar y Hamishmar
quebraron, mientras Haaretz, Yediyot y Maariv, a las
órdenes de los amos, sobrevivieron. En Inglaterra, el único periódico de
izquierda que quedaba desapareció, a pesar de que vendía cuatro veces más que
sus competidores, porque el mundo de los negocios se negó a proporcionarle
anuncios. Así pues, después que se logre la libertad de la prensa, se supone
que se leerán opiniones más diversificadas, no solamente las que aplaudan los
ricos.
En todo caso,
la publicidad puede limitarse hasta el punto de que nadie que no lo desee se
encuentre expuesto a la tentación del consumo, tentación de comprar, alquilar,
conseguir un crédito, vender o cualquier otra actividad relacionada con el
negocio.
Esto será un
punto de giro para pasar de una sociedad de consumidores a una sociedad de
productores. Casi todos somos a la vez productores y consumidores, pero hoy en
día nuestra faceta de productores está en posición servil, sometida a nuestra
faceta de consumidores. Los medios, basados en el consumismo, desprecian al
productor. No hablan, o lo menos posible, de los trabajadores honestos, y
prefieren simular que se dirigen a gente tan gastadora como París Hilton. Pero
queremos vivir en una sociedad donde una Paris Hilton muestre un orgullo
legítimo por su trabajo creativo, no por su capacidad descomunal para comer,
beber y tomar sol.
Esto
significará pasar de una sociedad destructiva de la naturaleza a una sociedad en
paz con la naturaleza. Si el estímulo al consumo se mantiene, nos habremos
comido el planeta en menos de un siglo, mientras que si renunciamos,
encontraremos el equilibrio, la homeostasis con la naturaleza.
Esto también
significará la vuelta de una sociedad inspirada por el judaísmo a una sociedad
basada en el cristianismo. Muchos críticos de la moral judía, de la influencia
judía y de la predominancia judía se conforman con señalar la presencia judía
desproporcionada en tal o cual esfera de la actividad humana. Y no se les ocurre
ofrecer otra salida que la sustitución racialista de los judíos por gentiles.
Pero esto no puede funcionar, porque los medios controlados por los gentiles se
limitarán a calcar las prácticas judías. Los supuestos “blancos” racialista se
conformarían con esto porque persiguen un mítico avance genético, pero nosotros
queremos más: queremos la victoria del espíritu cristiano, no de la carne
supuestamente cristiana, porque judío y cristiano no son conceptos raciales
antagónicos sino espirituales.
¿Es posible tal
sociedad? Totalmente posible. Es un fenómeno reciente la caída de las sociedades
occidentales en la trampa de la publicidad y el consumo, llevamos menos de tres
siglos en eso. El proceso lo describió Werner Sombart, el marxista alemán de
principios del siglo XX, quien caracterizó el siglo XX como el de la “lucha
entre dos perspectivas, la judía y la cristiana, dos maneras opuestas de
considerar la vida económica”. Su predecesor Max Weber había señalado las raíces
protestantes del capitalismo. Sombart corrigió a Weber subrayando la influencia
judía que conformó el capitalismo real.
Vio
tempranamente el capitalismo prejudío que existió en Europa durante siglos como
la expresión de la sociedad cristiana en busca de justicia y armonía. En
semejante universo, basado en la ética cristiana, cualquier forma de publicidad
estaba prohibida, porque se consideraba desleal. “Se producían bienes que se
compraban y vendían con la finalidad de que los consumidores hallaran la
satisfacción de sus necesidades. Por otra parte, productores y comerciantes
recibían los sueldos y provechos correspondientes. ¿Qué correspondía, qué era
suficiente para la necesidad de cada cual? Esto lo determinaban la tradición y
la costumbre. De modo que productor y comerciante podían recibir tanto como lo
requería la norma de la comodidad en su categoría, acorde con su lugar en el
mundo.”
¡Qué alejados
estábamos de nuestra sociedad de hoy donde no hay la menor relación entre los
ingresos del productor y la ganancia de un comerciante o intermediario! Hoy en
día consideramos la competencia como algo positivo, porque se nos enseña que es
buena para el consumidor. Pero ¿cómo puede ser buena para el productor cuyos
ingresos se encuentran socavados constantemente por la competencia? Pagamos
menos por tal o cual artículo, pero también nuestros salarios bajan por culpa de
la competencia, pues nuestro trabajo también forma parte de los artículos en
venta. La inmigración crea una presión a la baja y un estímulo para la
competencia en el mercado del trabajo. En los países menos judaizados, más
exitosos y solidarios, que son Suecia y Japón, casi no hay competencia, ni en la
fuerza laboral ni en los bienes de consumo. En la sociedad europea prejudía, la
competencia estaba mal vista. Los comerciantes no competían, sino que fijaban
los precios y esperaban a que apareciera el cliente.
“Quitarle la
clientela al vecino se consideraba inmoral, anticristiano y digno de castigo. La
regla para los ‘mercaderes que comercian con artículos de uso’ rezaba: ‘no le
quites los clientes a nadie, ni por la palabra ni por medio de escritos, y no le
hagas al prójimo lo que no quieras que otro te haga a ti’. En el siglo XVIII, en
la Londres que conoció el autor de Robinson Crusoe y en la Alemania de Goethe,
no se veía bien que un tendero tuviera sus escaparates arreglados con gusto,
pregonara o alabara sus productos. Se consideraba una infamia proclamar que el
negocio propio era superior al de otros. Pero el nivel más bajo en la
indecencia comercial era anunciar que los precios de uno eran más bajos que los
del tendero próximo.”
Concluye
Sombart: “sacar ganancia de algo era visto por la mayor parte de la gente como
algo sucio, algo no cristiano.” Los judíos no se guiaban por semejantes normas;
para ellos, la ganancia lo justificaba todo. “Los judíos nunca tomaban
conciencia de hacer algo malo, de tener la culpa de algo comercialmente inmoral.
Se sentían con derecho, y veían lo otro, la perspectiva cristiana, como
equivocado y tonto. El judío es más hombre de negocios que su vecino, y
reconoce, con espíritu estrictamente capitalista, la supremacía de la ganancia
por encima de cualquier otra meta.”
Los judíos
reivindican ser los padres de la publicidad moderna, es algo bien establecido.
Un anuncio muy antiguo en Estados Unidos, no sé si el más antiguo de todos,
salió el 17 de agosto de 1761, en el New York Mercury, y dice: ‘Se
venderán en Hayman Levy, calle Bayard, equipos para acampar, los mejores
calzados ingleses para soldados, y todo lo requerido para la pompa y las
circunstancias adecuadas a una guerra gloriosa’. Y al final, los judíos son los
fundadores de la prensa moderna, es decir, de esta maquinaria para la publicidad
que es especialmente la prensa barata.”
Y ahí fue el
final del pensamiento libre: sólo los diarios aprobados por publicistas ricos se
pudieron publicar. Después que un periódico pequeño de California, el Coastal
Post, publicó mi artículo en defensa del presidente Carter, las
organizaciones judías se las arreglaron para quitarle los recursos
publicitarios al diario. En poco tiempo, éste tuvo que arrepentirse. Muchos
escritores fueron amansados por maniobras de seducción. Y en este corto espacio
de tiempo, la libertad de prensa se acabó.
A la vez que
dejemos atrás el mundo de la publicidad, también deberíamos luchar contra la
publicidad oculta. Los informes sobre la bolsa son una forma de anuncio, pues se
mencionan ciertas compañías y sus productos, y peor aún, se estimula a la gente
para que especule sobre monedas y acciones. Habría que librarse completamente de
las bolsas, pero como primer paso, tratemos cualquier información sobre los
mercados como publicidad; que esta información esté solamente al alcance de los
que la busquen, mientras la mayoría se halle protegida de la exposición a la
misma. Las bolsas deberían abrirse solamente un día a la semana, como sucede en
ciertos países, mientras se recomendaría a la población mantenerse apartada del
“negocio frenético”.
Miremos atrás
con nostalgia, volvamos la vista a la experiencia de la Unión soviética, una
utopía protegida de la publicidad, o con el mínimo de publicidad, con medios
masivos centrados en el productor. En la Unión Soviética, a una muchacha como
Paris Hilton se la deportaría a un poblado a 500 km de la capital, para
reeducarla en una granja o en una fábrica; ella no sería la que nos reeduque a
nosotros y a nuestros hijos. Un producto ‘made in Rusia’ le servía a sus dueños
veinte o treinta años. No se empujaba a consumir cada día más a los ciudadanos
rusos, sino que se les estimulaba para trabajar y superarse mediante el estudio.
hizo derrumbarse esta utopía, pero Occidente lleva 18 años añorando los logros
residuales de la educación soviética en sus universidades, en sus salas de
conciertos y óperas clásicas, en sus escritores y en su pensamiento libre, que
todavía rondan e inspiran a Occidente.
Traducción:
María POUMIER