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The Pardes 
A Jew rarely knows or understands what the Jews want from themselves and from bewildered mankind. This lack of understanding causes many fine men and women to proclaim their support (or opposition) to the body politic called 'the Jews'.
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La espada
de San Miguel

Por Israel Adán Shamir

  

En la visionaria película Dune, donde se predice la invasión yanki al Oriente Medio, al dirigente espiritual de la resistencia le preguntan:

 

– ¿Tendremos paz algún día?

– La victoria será nuestra, contesta él.


Pues el invasor puede anhelar la victoria; mas el atacado debe procurar la victoria tanto como el invasor procura la paz. Así, durante la guerra de Viet Nam, la buena gente de Norte América manifestaba por la paz, pero los vietnamitas y los que los apoyaban por el mundo buscaban la derrota del invasor.

 


The Sword
of St. Michael

 

Esta regla se les olvida a menudo a los modernos adalides del pacifismo y la no violencia. Enseñan la no violencia a los oprimidos como la panacea para resolver sus problemas. No es casual que la no violencia reciba el aplauso de los medios, y que siempre se les suministre en abundancia a los aplastados.

Tierra Santa recibió hace poco a un nieto de Mahatma Gandhi, que se vino a predicarles la no violencia a los habitantes de Ramala. Idea valiosa, pero lugar equivocado: la no violencia es el pan de cada día de la mayoría de los palestinos, mientras que la “violencia del oprimido” es entre ellos excepcional y apreciada, pues sin ella, la no violencia no tiene el menor sentido. El Estado judío practica la violencia leonina, una violencia “suspendida”, como la llama un filósofo israelí y amigo de Palestina, Adi Ophir, suspendida como la espada de Damocles, como una sentencia que puede caer en cualquier momento. Los pacifistas dejan la violencia suspendida en su lugar, y por esto es que debemos procurar la victoria en vez de la paz.

 

Lo más dañino es la tendencia a fijarse en la no violencia como el único camino, como una norma religiosamente correcta de la disidencia. “Nada puede justificar la violencia, o dos agravios no suman un derecho”, son los dictámenes supuestamente sabios con los que nos aleccionan a diario. Pero no es cierto en absoluto, ni siquiera al nivel ético más elevado: la violencia se justifica y se recomienda para salvar la vida y la dignidad del prójimo. Un santo puede cumplir con el Sermón de la Montaña y ofrecer la mejilla derecha al sopapo, pero no puede dejar que un violador o un asesino haga lo suyo sin reaccionar. Debe matar al asesino, si no hay otra forma de detenerlo. Tenemos derecho a entregar nuestra vida y nuestra dignidad, pero tenemos el deber de defender a los demás De la misma forma, ejercer la justicia es “actuar mal”, apresando, castigando o ejecutando al que haya “actuado mal”, por abusador o verdugo; de modo que sí, en este caso, “dos atropellos suman un derecho”.

 

Se trata de una regla sencilla que olvidan, a menudo con toda intención, los predicadores de la no violencia. En un foro de discusión, el pacifista indio canadiense llamado Ardeshir Mehta argumentaba lo siguiente : “se puede ser cristiano o llamar a la violencia, pero no las dos cosas a la vez”. El no hacía ni lo uno ni lo otro, pero las palabras de Cristo suelen citarse con la misma falta de escrúpulos con que Nietzsche se refería a Zaratustra. Le contestó el radical surafricano Joh Domingo : “¿Acaso yo justifico la violencia palestina? En absoluto, lo que hago es apoyarla”.

 

¿Acaso resistir es algo equivocado y contrario al cristianismo? Esta pregunta me recuerda un cuadro que vi en Medina del Campo, pequeña ciudad de Castilla que  ofrece este año una exposición en memoria de Isabel la Católica, la reina aquella  de Colón y de Granada. El cuadro pintado por su contemporáneo Alejo Fernández el Maestro de Zafra es uno de los más impactantes de la historia del arte, dentro de su época y en cualquier tiempo. En medio de una batalla apocalíptica, en medio de santos y ángeles, demonios y dragones, sobre un fondo azul profundo, resplandece el continente lozano y sereno de san Miguel, alzando la espada en una mano y el escudo preciosamente labrado en la otra. Su rostro es la belleza suprema, algo andrógino como corresponde a los ángeles, pues el apaciguado san Miguel no sabía de odios; la furia no empaña sus plácidos ojos zarcos, ni la cólera le frunce las cejas, pues lleva la cruz de corona; pero su espada no era ningún juguete, y la erguía para clavarla.  

 

Muy apartada en un profundo valle se encuentra la aldea palestina de En Karim, donde las matas de buganvilla roja y violeta ciñen la exquisita iglesia de la Visitación, que recuerda el encuentro de dos madres embarazadas. En su secundo piso, hay un gran cuadro que representa la batalla naval de Lepanto, con la Virgen encarnando el espíritu de la batalla, tal comandante del ejército celestial y baluarte de la fe, muy semejante al san Miguel de los castellanos, a la Nikè de los griegos y a las Walkirias del norte; es una manifestación de Cristo, aquél que dijo : “no he venido a traeros la paz sino la espada”, la espada de san Miguel.

 

La fe cristiana contiene ideas aparentemente opuestas; es una de sus cualidades únicas. Incluye el ejemplo de san Francisco de Asís quien consideraba que su mayor placer era ser humillado y tirado en la nieve. Pero también incluye la enhiesta espada de san Miguel. A estos dos polos opuestos los abarca el amor a Dios y a nuestros semejantes. Por tal amor podemos tener que entregar hasta la vida, y también el amor nos puede exigir quitarle la vida a otros. Como lo ha planteado nuestro amigo el filósofo Michael Neuman,

 

“El cristianismo es una religión de amor, pero no un amor empalagoso y depresivo. Amor al pecador arrepentido, pues el pecador que persiste en su pecado es aborrecible pero recibe el amor de Dios en cuanto recibe la gracia del arrepentimiento. Pensad en Tertuliano: lo que enseña el Juicio final es a quien se debe odiar. Debemos amar siempre a nuestros enemigos, pero no a los enemigos de Dios.”

 

Lamentablemente, ocurre a menudo que la violencia se asienta, no en la humildad y el autosacrificio, sino en el miedo y la incapacidad de protegerse uno mismo, el miedo a dar en la guerra su apoyo al bando que está en su derecho. Es más fácil “rechazar las guerras y la violencia” en general, que enderezarse frente al agresor y al invasor, especialmente cuando le toca al país de uno ser el agresor y el invasor.

 

Así por ejemplo, en Italia, el dirigente comunista Fausto Bertinotti ha proclamado que él está en contra de la guerra de Irak porque es un pacifista y está “en contra de las guerras en general”. Después de semejante planteamiento, no tenía ningún motivo para exigir el reembarque de los soldados italianos, y tampoco lo hizo. ¡Menudo cambio para un partido que alguna vez coreó las rebeldes campanadas del gran presidente Mao, aquél que decía “el poder nace del barrilete de la pistola”!

 

Por cierto, los italianos se han encontrado tremendamente esquinados: por segunda vez en los últimos sesenta años su país ha escogido el socio equivocado. Sesenta años atrás, los jóvenes soldados italianos siguieron a Hitler a Estalingrado; hoy sus hijos y nietos le pisan los talones a Bush en Bagdad. Y hoy como entonces, no le queda más remedio al italiano cabal que desear la victoria rápida del pueblo que le disparó a las tropas italianas, los soldados rusos en el Volga o los combatientes iraquíes en el Éufrates.

 

Hay guerras estúpidas; nadie sabe por qué se libró la Primera Guerra mundial, no había ninguna Helena por rescatar de las riberas del Spree, y devolver al hogar. A semejante guerra , no se debía acudir, pero en la guerra nuestra hay un bando justo y un bando equivocado, y tenemos el deber de apoyar al bando justo.

 

En relación con la Tercera Guerra mundial que se libra en Palestina, en Irak, en Afganistán y en otros lugares, no es suficiente declararse “opuesto a la guerra” y predicar la no violencia “a ambos bandos”. Uno tiene que dar su pleno apoyo a los combatientes que resisten al invasor, tal como los rusos rechazaron la agresión alemana e italiana en la segunda guerra mundial. De la misma forma, los americanos buenos ayudaron al Viet Cong contra su propio ejército, y los buenos franceses, como nuestros amigos Ginette Skandrani y Serge Thion, ayudaron a la resistencia argelina. El pacifismo lo que hace es ofrecer una salida cobarde para evadir el deber de afrontar, el deber de elegir.

 

Además, los logros del pacifismo dejan mucho que desear. Muchos lectores han oído hablar de aquel libro de tiempos de la guerra, de un al doctor Kaufman que proponía esterilizar a los alemanes para terminar con los engranajes bélicos. El ministro de la propaganda alemán difundió el librito y lo regó entre los soldados para fortalecerles y recordarles que no estaban peleando solamente por la patria, sino también por la patria postestad. Poca gente sabe que el mismo doctor Kaufman también propuso esterilizar a los yankis también, por que era un pacifista convencido y pensaba que nada podía traer tanta paz al universo como la esterilización masiva.

 

Otro gran pacifista, Lord Bertrand Russell, abogó por la destrucción atómica de la Rusia soviética, como vía para alcanzar la paz; y el padre de la no violencia Mahatma Gandhi recomendó a los judíos que cometieran suicidio masivo para avergonzar a sus opresores nazis; por cierto, su carrera política desembocó en una de las matanzas más gigantescas de la historia humana. En conclusión, el pacifismo es una idea tramposa, dudosa y fracasada.

 

En tiempos remotos, los enemigos de Cristo trataron de convencer a los cristianos (en mi opinión los musulmanes son cristianos también, pues reconocen a Jesús como Cristo) de aceptar la no violencia y el pacifismo a través de varios sofismas. El divertido best-seller del siglo IV, extremadamente anti cristiano, el Toledot Yeshu, nos cuenta de un judío astuto que se acercaba a los primeros cristianos y les decía que le enviaba el mismísimo Cristo. Les aleccionaba, dice el libro, en nombre de Jesús:

“Cristo sufrió por obra de los judíos, pero no se resistió. De la misma forma, deberíais aguantar cualquier cosa que les hagan los judíos, y no causarles el menor daño, tal como hizo Jesucristo. Si un judío te pide que camines una legua, camina dos; si un judío te golpea, no le devuelvas el golpe. Si un judío te abofetea la mejilla derecha, tiéndele la izquierda, por tu amor a Cristo, y no le crees ningún problema a los judíos, ni el menor problema. Si un judío te insulta, no lo castigues, sino dile : “Es tu arrogancia la que se expresa”, y déjalo que se vaya en libertad. Si quieres reunirte con Jesucristo en el otro mundo, debes padecer todos los estragos que te causen los judíos y devolvérselos en forma de acciones buenas y compasivas”.

 

No sabemos si esta tentativa para adoctrinar cuajó en los tiempos de tinieblas que precedieron la conversión de Constantino, pero si es que tuvo lugar, fracasó rotundamente, como lo descubrieron en el pellejo propio ciertos judíos insolentes. No porque los cristianos olvidasen las palabras de Jesús (su mensaje pacífico no se refería a los judíos en particular) sino que la fe cristiana no se limita a ser el compendio de sus dichos, sino que se manifiesta en el cuerpo vivo de la Iglesia, en su doctrina y su praxis, y esto incluye tanto las florecillas de San Francisco como la espada de San Miguel.

 

La sociedad, como cada cosa en el universo, está en su punto óptimo cuando hay equilibrio entre el yin (principio pasivo, femenino), y el yang (principio activo, masculino). La cristiandad era poderosa cuando triunfaba su yang.  En aquel entonces, la iglesia bendecía a muchos guerreros, y ellos la bendecían a ella. San Jorge vencedor de dragones y santa Juana de Arco esgrimían la espada. La iglesia de Occidente reconocía a los Templarios y a los caballeros de San Juan, y la Iglesia oriental venera a san Alejandro Nevsky quien derrotó a los alemanes y a San Sergio que rezaba por la victoria sobre los tártaros. Pues la guerra puede tener un significado espiritual, y debemos tener en cuenta que “la guerra es una de las vías del ascetismo y la inmortalidad”, como sintetizó Julius Evola, según la tradición medieval.  Nuestros hermanos musulmanes asumieron lo mismo al forjar el doble concepto de Yijad menor (la guerra por la fe contra el opresor), y Yijad Mayor (la guerra por la fe en el alma del ser humano). 

 

En nuestros días el elemento yin ha venido dominando el espíritu occidental, con la quiebra de la armonía que implica naturalmente el debilitamiento del yang. El movimiento por la paz lo animan mujeres, y no es ninguna coincidencia. En su ensayo “Ancianitas por la paz”, el comentarista  de Pardes Owen Owens describe los implementos del campo de la paz como “femeniles, viejos y de corto alcance”. Claro que se les respeta, pero su misma notoriedad es señal de desequilibrio. Al lado del movimiento yin por la paz, está, o debería estar, el movimiento yang por la victoria. Son ellos, los guerrilleros con sus fusiles AK deslizándose cautelosamente por las callejuelas de Nablus o de Faludja, y los aldeanos franceses de Bové arrasando los Mac Donald con sus tractores, y los manifestantes de Seattle y Génova, y los partisanos hijos del Che Guevara, y los rebeldes de Mishima, los guerreros de Cristo para  nuestros tiempos, y están deteniendo a la fuerza anticristiana más reciente dentro de la historia de la Cristiandad. Vitoread a los guerreros y no detengáis su brazo armado. Tal vez no lleguemos a tener paz, pero la victoria será nuestra.

 

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