¿Debía
ser cristiana o musulmana España?
por
Israel Adán Shamir
(Capítulo XXVI de
El Pino y el
Olivo, libro publicado por primera
vez en Moscú, en ruso en 1987)
[Resumen : Toledo, Sevilla, Córdoba, Granada y
sus sierras: al recorrer las capitales de la
España de las Tres culturas en los años 1980, el
autor descubre, impactado, semejanzas con los
paisajes palestinos y varios episodios de la
historia palestina; compara el proceso de la
Reconquista cristiana de Al
Andalus y el proyecto sionista, y
concluye sobre las graves consecuencias del
desplazamiento de poblaciones, cualquiera sea la
ideología o religión que sirva de pretexto.]
La casa
más hermosa del mundo, donde me gustaría
instalarme para concluir mis días, se encuentra
en los alrededores de Toledo. Esta ciudad que
fue capital de España hasta que Madrid le quitó
el rango en 1561, se encuentra en lo alto de un
cerro ceñido por el abrazo del Tajo. Dos puentes
antiguos cruzan el río, y unen a la ciudad con
la colina de la margen opuesta, dominada por el
castillo (reconstruido) de San Servando (siglo
XIV). Vista desde la otra orilla, la ciudad
parece un nido de águila. Pero desde el frente,
es decir desde la ciudad y especialmente desde
la ancha terraza del Mirador, se ven los verdes
sembradíos de la vega, al otro lado del río, y
la masa sombría del palacio de Galena, edificado
por el rey Alfonso VIII para su favorita la
hermosa judía Raquel, la “Hermosa hebrea”,
cantada en el siglo XX por
Leon Feuchtwanger
en su balada española: “La judía de Toledo” es
ella.
El
palacio de Galena-Raquel lo edificaron artesanos
moros en el estilo oriental más refinado. Como
un laberinto, lo rodean jardines emparrados
sembrados de bojes podados en formas
geométricas. Las ventanas no tienen cristales,
son grandes aberturas de forma extraordinaria,
por las que entra la brisa refrescando este
palacio de verano. Cerca de la vivienda y cuesta
abajo unos diez escalones llevan a una alberca,
que no sirve para bañarse sino par refrescarse,
con el agua hasta el tobillo, el tobillo
exquisito y enjoyado de la bella Raquel. Un
pasadizo disimulado lleva de la alberca al
huerto. El palacio no tiene puertas sino esteras
espesas, de tejido apretado. No es una fortaleza
sino una casa para disfrutar, fresca y
voluptuosa, un oasis en medio del tórrido verano
castellano.
Los
turistas no van al palacio de Galena, que figura
entre los lugares poco interesantes de la
ciudad. Me quedé solo junto a la fuente, pues el
jardinero que hace de guardián se había
retirado, respetuoso, con una pequeña propina,
de modo que pude volver mentalmente a los
tiempos en que Toledo era a la vez cristiana,
mora y judía.
Lo
asombroso es que esta joya de la arquitectura
mora se edificó unos cien anos después de la
caída, toma o liberación de Toledo, como se
quiera decir [1085].
Se suele
asociar la llegada de los moros a España con
otro lugar de Toledo, a orillas del Tajo, donde
aún se ven, cerca del puente San Martín, las
ruinas de otro puente fortificado, un puente
romano que la corriente se llevó. A estos restos
se les llama Baños de la Cava, o “Alberca de
Florinda”, la hermosa hija del conde Julián,
señor de Ceuta.Allí
se bañaba Florinda, a la que los moros llamaban
Zoraida, en un rincón apartado, el día que el
rey visigodo Rodrigo la vio y la sedujo.
Entonces Julián, furioso, llamó a los moros de
África del Norte, para aniquilar al rey.
Al
extremo sur de la enorme península ibérica, no
lejos de Gibraltar, se encuentra la pequeña
ciudad de Tarif con
el cabo del mismo nombre. Se ven vestigios de
fortificaciones moras, murallas, bastiones con
troneras. Allí, el 30 de abril de 711,
desembarcó encabezando un destacamento de
bereberes Tarif
ibn-Malik, capitán bajo el mando de
Tarik ibn-Ziyad. A
Tarik ibn-Ziyad y
sus miles de guerreros los enviaba
Muzza, señor de
Mauritania, tierra que se acababa de convertir
al Islam. Todas estas palabras se encuentran
vertidas en la toponimia:
Tarif es nombre de una ciudad,
Tarik es Gibraltar (Djabl-al-Tarik)
y tal vez proceda de allí la palabra árabe
tarif,
que significa cabo, como en Trafalgar (Tarf-al-Garb,
el cabo del oeste).
Hoy en
día todavía hay una lancha que va de
Tarif a Ceuta y
Tánger, y cuando se bordea la costa en dirección
a Gibraltar, se ven, al otro lado del estrecho
de mar angosto, la costa africana cercana, y
los montes Atlas. Hay que viajar para sentir
hasta qué punto el mundo es progresivo; si no
fuera por esta vivencia, uno podría creer que de
un lado está España, y del otro el África. En
realidad, antiguamente, el estrecho de Gibraltar
no separaba sino que unía a Europa con África
del norte, como dice
Toynbee. En la antigüedad, Magreb
e Iberia formaban una sola provincia, el gran
oeste de las provincias que configuraban un
amplio mudo cuyo centro estaba en Roma.
La
población autóctona de Magreb e Iberia formaba
una sola familia lingüística y étnica; hasta las
características genéticas de vascos y bereberes
se avecinan. La gente de Magreb e Iberia migraba
libremente en ambos sentidos, mientras que el
Pirineo si constituía una frontera auténtica. La
historia empezó en la misma época, a ambos lados
del Mediterráneo, con la llegada de los primeros
colonos fenicios.
Al oeste
de Gibraltar y Tarif
se encuentra un peñón circundado de murallas
como Tiro; es el viejo puerto de Cádiz, que se
halla tragado hoy en día por la marea monótona
de las barriadas. La antigua Cádiz (Gadir,
del semítico
Gefer,
patio, o Kadich, del
semítico
kadoch)
fue fundada por los fenicios, marinos de Tiro y
Sidón,
doscientos años antes del rey
Hiram que edificó el
templo del rey Salomón en Jerusalén en 950 antes
de Jesucristo. En la costa africana los fenicios
también fundaron Cartago que se fue convirtiendo
en centro de todas las colonias fenicias de
ambas orillas, desde Sevilla hasta el Sahara.
Así Magreb e Iberia pertenecían a la
civilización semítica siria,
y más exactamente a a
la parte que resistió más largamente a las
oleadas del helenismo. Aún después de la
destrucción por Alejandro de Macedonia del
imperio aqueménide,
continuador del reinado de David y Salomón, y la
llegada de la civilización griega a
Sidón y Jerusalén,
vástago lejano de la civilización
siria, Cartago
siguió irradiando sobre el Mediterráneo
occidental.
Después,
Iberia y Magreb se encontraron a la periferia de
la civilización greco-romana (después de la
victoria de Roma sobre Cartago, se volvieron
parte integrante del imperio romano). Los
vestigios más impresionantes de la presencia
romana en la península se encuentran en Mérida,
pequeña ciudad extremeña cerca de la frontera
portuguesa, que era, en aquel tiempo la capital
de la provincia de Lusitania, que corresponde
más o menos al actual Portugal. Quedan en Mérida
el teatro, el circo, un puente, un arco de
triunfo y las ruinas del acueducto.
Los dos
países eran igualmente prósperos en la época
romana: África produjo Apuleyo, y España parió a
Séneca. Con la caída del imperio, los dos países
fueron conquistados por los bárbaros, francos,
suabos, vándalos. Luego llegaron los visigodos,
procedentes también de Germania, expulsaron a
los vándalos y fundaron un reino cuya capital
era Toledo.
El
gobierno de los visigodos no cambió la población
autóctona; trescientos mil visigodos (número
estimado en el momento de la invasión por los
moros) no pudieron, a pesar de sus esfuerzos,
asimilar a tres o cuatro millones de españoles
“mediterráneos” (según Ian Robertson.
Al principio los visigodos compartían el
arrianismo con los demás bárbaros, salvo los
francos que se convirtieron inmediatamente al
cristianismo romano.
Como
sucede con la mayoría de las herejías, la
disputa entre arrianismo y cristianismo no era
sólo de índole teológica. Los bárbaros,
acomodados en el territorio del ex imperio
romano en calidad de dirigentes, se encontraban
en una situación crítica, a pesar de su poderío
militar y su fuerza, se sentían inferiores a los
ex romanos, habitantes de Provenza, del sur de
España, o de Italia, opulentos y cultos. Las dos
sociedades, la de los dirigentes bárbaros
militares y la de la gente del lugar, ex
romanos, se mantuvieron separadas durante
siglos. La mayoría de los bárbaros prefirió, en
estas condiciones, mantenerse fiel a una
religión distinta de la de la población vencida,
y la herejía arrianita se convirtió así en la
marca distintiva de la casta militar.
Al
convertirse al catolicismo, los francos
consiguieron el apoyo de la iglesia, la única
institución que sobrevivió al imperio. Se fueron
mezclando con la población a la que habían
sometido antes que los bárbaros siguientes,
mientras los ostrogodos, fieles al arrianismo,
fueron vencidos y (en teoría) expulsados de
Italia. Los visigodos, al
fin convertidos al catolicismo, pero tal
vez demasiado tarde, se encargaron de una nueva
misión, la homogeneización y la unificación.
En los
imperios, las minorías suelen gozar de
privilegios, pues el poder imperial las protege
contra los grupos dirigentes locales. Se
desenvuelven aún mejor al no tener Estado, al no
tener el poder ni los órganos de coacción
estatal, que pueden recaer en las manos de la
mayoría. Si no hubiese poder central en el
Líbano, los musulmanes y los cristianos no
pelearían por controlar el gobierno. Si no
hubiese poder central en Chipre, en Irlanda del
norte o en Bélgica, no habría disputa por la
soberanía. Hoy en día, cuando el poder central
se debilita, se considera que la situación es
provisional y se intensifica la lucha por la
soberanía en el país, pues todos buscan
garantías por el camino del control del Estado
para el día en que el poder central se consolide
Pero si la gente considerase esta situación de
debilidad del Estado como permanente e vez de
provisional, la posición de las minorías sería
más firme (y todos somos una minoría).
Según
las reglas de la dialéctica, los extremos se
tocan: el sistema comunista sin poder y el
gobierno imperial, que están en polos opuestos,
son más bien favorables a las minorías, como
solución de los “problemas nacionales”. En
cuanto a los problemas nacionales, el peor
sistema es el del Estado-nación, que dominó el
siglo XX. Esto se ve especialmente hoy en día en
África, donde la creación de los estados-nación
provocó una tiranía terrible para las minorías
en Uganda, en Nigeria, en Rodesia – Zimbabwe, en
Etiopía y en otros países más. Estoy seguro de
que sin el poder imperial de Moscú, unas
repúblicas soviéticas independientes en el
Cáucaso habrían desembocado en terribles
matanzas mutuas.
Los
visigodos buscaron pues crear un Estado-nación
en la España abigarrada que cuajó a raíz del
período imperial. Se impusieron el objetivo de
unificar la península, lo cual no convenía en
absoluto a los habitantes de las distintas
provincias españolas.
Por eso,
cuando Tarik y Muza
desembarcaron en las playas españolas, la
población les acogió como liberadores. Los moros
tenían otras cartas de triunfo; la población
andaluza era cultural y étnicamente próxima a la
del Magreb del norte; todos los españoles
sufrían por las medidas de unificación tomadas
por las autoridades visigóticas; los moros
estaban a la vanguardia de la civilización más
avanzada y más dinámica de la época. La batalla
entre Tarik y
Rodrigo, último rey visigodo, tuvo lugar a
orillas del Guadalete, no lejos de la bonita
ciudad de Jerez de la Frontera. Dicha ciudad no
es famosa por sus ruinas romanas (aunque fundada
en la época de los romanos) sino por su vino, lo
cual es envidiable para cualquier ciudad. En
Jerez se produce el famoso
xerez, preciada bebida que españoles como
ingleses prueban antes, después y en lugar de
las comidas, pero no mientras comen. En las
bodegas de los productores se puede probar todo
tipo de xerez. Las
marcas más conocidas son
Sandeman, Garvi,
William y Jubert,
que llevan nombres ingleses procedentes de los
antiguos dueños. Los ingleses que antes poseían
las bodegas permanecieron en Jerez, se casaron
con las hijas de los caciques locales y
vendieron las bodegas a empresas
multinacionales. Pero los métodos de preparación
del xerez siguen
siendo las mismas, pues el vino no resiste la
innovación.
A unos
cinco kilómetros de Jerez se encuentra el
monasterio antiguo de la Cartuja de Jerez, donde
sólo se admiten varones; detrás está la ribera
del Guadalete donde se desarrolló la batalla
decisiva entre moros y visigodos. Los godos
perdieron esta batalla, y los moros prosiguieron
su carrera triunfal hacia el norte. Los montes
cantábricos, al sur del golfo de
Gascuña, los
detuvieron, y chocaron entonces con los reinos
cristianos del norte. El sur de España se
convirtió progresivamente en país de moros,
conservó sus ataduras anteriores con el Magreb
mientras el norte de España (Asturias, Galicia,
Castilla, León, Navarra, Vascongadas, Aragón y
Cataluña) se volvía cristiano y reforzaba sus
vínculos con las demás antiguas provincias
europeas del imperio romano.
Allí
como en Palestina, árabes y bereberes llegaron
en número pequeño, pero su influencia sobre los
primos del sur de España fue notable y así
pudieron alcanzar una de las cumbres del
espíritu humano, la civilización árabe de
España.
La
capital de esta civilización es Córdoba, que es
hoy en día una ciudad secundaria, polvorienta y
tórrida, pero que fue entonces una gran
metrópoli, rival de Bagdad y Constantinopla;
está situada en lo alto de las laderas del
Guadalquivir (Wed
al-kabir,
el río grande), al sur de la barrera montañosa
de la Sierra Morena, frontera natural entre el
norte y el sur, donde antes vagaban don Quijote
y los bandoleros.
Los
omeyas, la mejor dinastía musulmana, que antes
habían gobernado la Tierra santa y dejaron
suntuosos edificios en Jerusalén y Jericó,
eligieron Córdoba como capital. Los omeyas, mis
dirigentes predilectos, preferían Jerusalén a La
Meca, y cuidaban tanto más a Tierra santa que su
capital era Damasco. La caída de los omeyas y el
ascenso de los abasíes en Bagdad
señala el fin de la
luna de miel entre los habitantes de Tierra
santa y los conquistadores árabes.
Los
abasíes aniquilaron físicamente a todos los
miembros de la casa de los príncipes abasíes,
con la excepción del príncipe
Abderramán el
Dachil quien,
después de aventuras dignas de las Mil y Una
Noches, logró huir, disfrazado de conductor de
caravana de camellos, hasta los confines de la
oikoumene
musulmana, Dar al Islam, primero a Mauritania, y
luego a España. Allí demostró una valentía
excepcional y talentos de diplomático que le
permitieron convertirse en jefe de la nueva
España musulmana.
En Córdoba, en los jardines reales, he visto una
palma
Verde, exilada, separada de la patria de las
palmas.
Nuestra suerte, dije al exilado, es parecida,
Yo también tuve que dejar a mis seres queridos
del alma
(traducción
del ruso)
Sus
sucesores tomaron el título de califas de
Córdoba, el cual sólo es comparable con el de
califa de Bagdad.
En el
centro de la vieja ciudad de Córdoba se
encuentra un edificio asombroso, una de las
mayores mezquitas del mundo, al que llaman los
españoles simplemente “La Mezquita”. Durante el
tórrido verano, uno se siente aliviado en cuanto
entra: la oscuridad y las columnas conforman una
selva densa. Los turistas de Arabia Saudita
están sentados en alfombras que traen a modo de
recuerdo de los tiempos antiguos. El contraste
entre La Mezquita y las catedrales edificadas en
España después de que se marcharon los moros,
como la de Toledo por ejemplo, es algo que
golpea: en estas catedrales, de una altura
impresionante, uno se siente un enano, mientras
que en la mezquita de Córdoba uno se siente en
casa porque las bóvedas están cerca y las
columnas dividen el espacio inmenso en multitud
de salas íntimas, sin dejar de comunicar la
sensación de que todos los fieles se han reunido
allí para rezar juntos.
Dos
veces se agrandó la mezquita, pero no queda nada
del primer alminar. El segundo fue obra de
Abderramán II, y el
tercero lo edificó Hakim II en 965. El tercero
es el más deslumbrante y más asombroso de los
tres, pero el segundo también lo es. Al lado del
alminar se ven las huellas de las rodillas de
los peregrinos que le daban la vuelta al
edificio tres veces, como hacen los musulmanes
en La Meca. Trataron de hacer en Córdoba lo que
habían hecho en Jerusalén, donde habían querido
sustituir el peregrinaje de La Meca por una
visita al Monte del Templo.
Los omeyas de España también quisieron instituir
el peregrinaje a Córdoba en sustitución del
lejano viaje a La Meca. En el centro de la
mezquita, unos conquistadores estúpidos
edificaron una iglesia que se yergue
absurdamente entre las columnas.
Al lado
de la mezquita se encuentra el barrio judío de
Córdoba, con sus calles “orientales” estrechas,
sus casas de patios sombreados, sus aljibes y
una sinagoga en memoria de Maimónides, que era
de Córdoba. Para los judíos, el período de la
dominación musulmana es una verdadera edad de
oro, sin par. Había entonces judíos médicos,
embajadores, filósofos y poetas; en el ambiente
de libertad y tolerancia instaurada por los
omeyas podían olvidar la época de los visigodos,
en que éstos trataban de uniformizar el país a
la fuerza. La España musulmana se distinguía por
la tolerancia: parte de la población era
cristiana, y los dirigentes no obligaban a nadie
a convertirse.
El
barrio judío de Sevilla, situado abajo, a
orillas del Guadalquivir, es mejor aún. El
barrio de Santa Cruz, como se llama ahora, es el
símbolo de la España romántica, con sus patios
lujosos, las paredes encaladas, el aire ardiente
oloroso a limones y naranja (el verano en
Sevilla es el mismo que a orillas del lago de
Tiberíades). A
diferencia del barrio judío de Córdoba, el
barrio Santa Cruz fue descubierto por los
pintores hace mucho ya, y se fue transformando
en “casco antiguo” con innumerables cafés y
tiendas. Pero mantuvo su estilo y hasta el
nombre de las calles, con su simbolismo antiguo:
la calle del Agua lleva a la plaza de la Vida.
El palacio de los reyes de España con nombre
árabe, el Alcázar, está junto al barrio judío.
Fue fundado por los moros pero reconstruido casi
enteramente cuando los reyes cristianos tomaron
la ciudad, es decir en los mismos años que el
palacio de Galena en Toledo.
Este estilo (construcción al estilo moro por
reyes cristianos) se llama mudéjar, mientras que
los cristianos que vivían en la España musulmana
se llamaban mozárabes. El salón más
impresionante del palacio es el Salón de los
Embajadores, con su bóveda de medio punto que
evoca un cielo estrellado, fastuosa obra maestra
de arte morisco; allí, según se nos dice, la
reina Isabel dio audiencia a Cristóbal Colón. A
ambos lados, la sala da a patios encantadores,
que en algo se parecen al patio de la Colonia
Americana en Jerusalén: uno, con columnas de
mármol, se llama Patio de las Doncellas, y el
otro, el Patio de las Muñecas, lleva un arco
adornado con dos caras de muñecas.
Siempre
al fondo los patios, interiores y exteriores,
con jardines, fuentes y columnas, son un
elemento fundamental de la vida oriental, donde
jardín y vivienda se hallan estrechamente
imbricados, a diferencia de lo que se hace en
tierras occidentales. Los jardines exteriores
del Alcázar, eco de los patios interiores, son
un lugar de paseo admirable, más aún que los
maravillosos jardines del
Generalife en la Alhambra.
De la
mezquita de Sevilla, sólo queda un alminar, que
es la Giralda, así como el admirable Patio de
los Naranjos, y la puerta del Perdón.
La mezquita de Córdoba perdió su alminar,
sustituido por un campanario edificado por los
reyes cristianos. Y en lugar de la mezquita de
Sevilla, se alza la catedral, enorme y nada
interesante. Una de las tumbas de Cristóbal
Colón está allí,
con un sarcófago llevado en hombros por
guerreros de bronce. Y algunos elementos de la
Giralda están retomados en la Torre Blanca de
Ramala.
En
Sevilla surgen las reminiscencias literarias:
cerca del muro de los jardines de Murillo se
encuentra una pequeña estatua del sevillano don
Juan Tenorio, en la plaza de la Vida, los guías
señalan la casa de Fígaro, el barbero de
Sevilla, y no lejos está la casa donde vivió el
escritor americano Washington Irving; por fin,
el viejo edificio de la universidad es la
antigua fábrica de cigarros donde dicen que
Carmen enrollaba los habanos sobre su muslo
moreno.
También
hay un barrio judío en Toledo, donde subsisten
dos viejas sinagogas, Santa María la Blanca y
Tránsito, ambas fastuosas, orientales,
edificadas por maestros al estilo mudéjar
después de la victoria de los cristianos. Las
sinagogas fueron transformadas en iglesias,
talleres, asilos o depósitos, y luego fueron
restauradas. La primera, con hileras de
columnas, era la principal sinagoga de la
ciudad, y la segunda, donde todavía se pueden
leer algunas inscripciones en hebreo, era la
sinagoga familiar de Samuel Levi, político y
ministro de Pedro el Cruel, el que mandó a
construir el alcázar.
Pedro el Cruel bien se había ganado el apodo,
pues entre otras cosas había mandado a matar a
su huésped el rey de Granada para hacerse de sus
diamantes; quería mucho a los judíos, y cuando
se encontró derrocado y muerto por su hermano
Enrique de Trastámara, empezó a declinar la
estrella de los judíos en España: ya no faltaba
mucho para la expulsión.
Las
huellas dejadas por los judíos demuestran la
inanidad del mito sionista basado en aquello del
“penoso destino del pueblo perseguido
perennemente”. Junto a todos los palacios reales
se encuentran palacios de judíos, y uno descubre
muy pronto que los judíos siempre apoyaron a los
dirigentes menos simpáticos. Cuando las cosas
andaban mal para el pueblo, les iba bien a los
judíos, y esta regla al final los llevó a la
catástrofe. Donde quiera, los judíos que
rechazaron a Cristo han librado una guerra
ancestral contra la gente del lugar, la misma
que libran ahora en Palestina.
Lo que
sucedió hace tanto tiempo en España puede
compararse con la historia de Palestina. Los
cristianos de España, rechazados hacia el norte,
se aferraron a una ideología que se parecía
mucho al sionismo. Se esforzaron por retomar sus
lugares simbólicos; España entera era cristiana,
al llegar los moros. De hecho, decidieron
ignorar el hecho de que la mayoría de la
población del sur de España había permanecido
allí y se había convertido al Islam; incluso los
que habían seguido cristianos habían recibido la
influencia de Córdoba con su pluralismo.
Ignoraron el hecho de que la población del
centro y el sur de España les habían abierto los
brazos a los moros, y que los invasores y gente
de la tierra pertenecían a la misma familia
étnica y cultural.
Los
cristianos del norte prefirieron una historia
mítica más sencilla, según la cual los moros se
habían apoderado de España indebidamente, por lo
que había que expulsarlos y devolverle “España a
los españoles”, como si se tratara de un pueblo
extranjero al que se podía expulsar, para
conservar solamente la tierra y la gente propia.
La
historia de la pequeña iglesia Santo Cristo de
la Luz, en Toledo, simboliza bien ese mito.
Toledo se pasó a los moros en 712, y la retomó
el Cid Campeador, héroe de la Reconquista, en
1085, tres cientos cincuenta años más tarde. Por
el lado de la maravillosa puerta del Sol, en la
carretera que sube hacia la ciudad, había una
mezquita, antigua iglesia visigoda. Cuando el
Cid y su señor Alfonso VI entraron en la ciudad
después de un sitio de siete años, el caballo
del Cid se hincó de hinojos ante la mezquita.
Los guerreros cristianos vieron en esto un
signo, levantaron una de las losas del suelo, y
encontraron allí un crucifijo y una lámpara
ardiendo: era la luz del cristianismo,
conservada bajo tierra durante los siglos de
dominación musulmana.
Pero la
cosa no fue tan sencilla como sugiere la
leyenda. Los cristianos de Toledo acogieron bien
a los moros en 712, y no la pasaron mal, durante
la etapa musulmana. La victoria del rey
cristiano no cambió gran cosa: el arte mudéjar
siguió desarrollándose en la ciudad después de
la restauración del gobierno cristiano. Al
principio, la reconquista significaba más bien
un cambio de soberano, una conquista feudal, no
una guerra ideológica total.
Los
reyes cristianos del norte de España aprendieron
de los moros la tolerancia, y apreciaban la
civilización hispano-morisca. Mientras asediaba
a la ciudad de Sevilla, Fernando II había jurado
matar a todo el que dañara al famoso alminar de
la ciudad, o sea la Giralda. Por el otro lado,
para resistir las presiones ejercidas por el
norte, se pidió auxilio a las tribus del Magreb,
de mente más severa y guerrera; pero [tras la
derrota de los moros en las Navas de Tolosa], el
sur morisco empezó a cambiar.
La
tolerancia, y con ella la civilización
hispano-mora, estaba condenada a desparecer a
partir del momento en que los cristianos del
norte lograron penetrar en Andalucía. Esta
región se encuentra próxima al Magreb y resulta
lógico que la España musulmana conociera allí su
apogeo.
¿Debía
ser cristiana o musulmana España? Arnold
Toynbee considera
que España y Magreb deberían haber formado un
conjunto cristiano, o al menos, que España debía
ser cristiana, porque pertenece a la
civilización de Europa occidental, heredera de
Roma. De hecho, el Magreb era tan cristiano como
Egipto, Palestina, Siria y el sur de España.
Pero cuando los cristianos de Europa quisieron
liberar el Levante, o sea, Palestina y Siria, de
los musulmanes, se enfrentaron con una violenta
oposición: ¡ni siquiera los cristianos locales
los veían como libertadores! Cuando los
españoles franquearon las montañas y bajaron
hasta Andalucía, cuando pasaron el estrecho de
Gibraltar y desembarcaron en Magreb, eran
simples invasores, nada liberadores.
Para
nuestra época sin religión, se puede decir, para
no entrar en sutilezas teológicas, que las
religiones juegan en la sociedad el papel de los
marcadores coloreados en la detección de
metales: se toma un disco de metal que contiene
elementos heterogéneos invisibles al ojo
natural; el marcador revela inmediatamente su
presencia. Lo mismo ocurre con las diferencias
religiosas: no aparecen, o no solamente aparecen
cuando un profeta ha convencido a tal o cual
pueblo, sino cuando ya existían profundas
diferencias entre estos pueblos.
Los
drusos del Líbano surgieron como grupo religioso
en el siglo X solamente, una vez que al
Dazari, enviado por
Hakim, el califa fatimita demente, llegó de
Egipto a los montes de Líbano, y convenció a la
gente del lugar que Hakim era el elegido de
Dios. Si este grupo formó luego la religión
drusa, es porque ya era un grupo diferenciado de
los demás. Los visigodos se mantuvieron arrianos
porque se sentían diferentes, especiales, y
renunciaron a serlo cuando la diferencia entre
la gente del lugar y ellos mismos se desvaneció.
En el
corazón de Provenza, en Les
Baux, se hallan las ruinas de un castillo
y una ciudadela, idénticas a los castillos y a
las ciudades destruidas de Tierra santa. Es un
lugar conmovedor donde olivos y viñas crecen
entre las ruinas. Si el destino no me permite
terminar mis días junto a un manantial de los
montes de Judea, la región de Les
Baux me convendría
perfectamente. Los franceses del norte, en su
cruzada contra los albigenses, destruyeron la
Provenza autónoma, que era una especie de
Andalucía francesa, y la sometieron por siglos.
Los
sureños son los que perdieron las guerras de
religión de aquella época: en Provenza, donde la
gente del norte demostró una crueldad extrema,
en Andalucía, donde la victoria del norte dio
lugar a algo peor, la expulsión.
Es
ridículo ponerse a especular sobre “lo que
debería haber pasado”, pero bueno, lo hago aquí,
y afirmo rotundamente que el sur de España debió
seguir siendo musulmán, pues los cristianos del
norte no debían haber llevado la idea del
retorno hasta el absurdo.
Pero los
procesos históricos tienen su dinámica propia. A
medida que los reyes cristianos iban avanzando
hacia el sur, iba desapareciendo la tolerancia,
se debilitaba el libre pensamiento, crecía la
Inquisición. Por lo visto, hay una
correspondencia oculta entre la conquista
injusta y la tiranía, y los cristianos del norte
que sometieron al sur moro suprimieron su propia
libertad al mismo tiempo que acababan con la
libertad de los moriscos.
Los
moros no eran “enemigos de afuera”, la cultura
morisca se había vuelto parte de la vida del sur
de España; por esto, los reyes cristianos no
debían haber emprendido la “expulsión de los
moros”, sino más bien exorcizar algunos aspectos
del espíritu moro. Esta actitud resucitó la
herencia de los reyes visigodos, es decir la
voluntad de uniformizar cultural, nacional, y
religiosamente; todo lo cual resultó ser un afán
quimérico y suicida. Nada bueno resultó de allí,
porque todos los pueblos no están hechos para
una homogeneidad armoniosa. Las grandes
civilizaciones siempre florecieron en un
contexto pluralista y se fueron marchitando
después de la liquidación del factor
estimulante, lo cual era la condición del éxito.
En España, el triunfo de la homogeneidad se
retrasó en setecientos años gracias a las
victorias guerreras de
Tarik y Muza, pero terminó imponiéndose.
El año
de la victoria definitiva de los reyes
cristianos sobre los moros, en 1402, los judíos
fueron expulsados de España. Decenas de miles de
judíos se refugiaron en Magreb, en
Amsterdam, en
Estambul, en Palestina. En Palestina, sigue
habiendo muchos judíos que se llaman Toledano, o
Alcalay, es de decir
“de Alcalá”, etc. En la ciudad de
Safad, los
refugiados españoles recrearon la judería, como
barrio típicamente español, en pena Galilea.
Pero
muchos judíos se convirtieron al cristianismo y
se quedaron definitivamente en España. De allí
proceden Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz.
Sus descendientes se hicieron grandes de España,
mercaderes, miembros de la buena sociedad
española. Se puede observar que los judíos que
se convirtieron en 1391 fueron asimilándose sin
dificultad a los españoles. Como explica san
Pablo, Cristo logra la abolición de la enemistad
“entre judíos y griegos”. Pero los que se
convirtieron por fuerza en 1492 lo hicieron sólo
formalmente, y esto los españoles lo
comprendieron muy bien, pues los marranos, o sea
criptojudíos
entablaron una política de ayuda mutua, de
discriminación de los cristianos y lucha contra
la Iglesia. Se necesitaron largos años de
Inquisición para acabar con los
criptojudíos, y fue
una dura prueba para España y para los marranos.
Una vez más, la historia demostraba que los
judíos no pueden vivir en paz con nadie, a menos
de convertirse al cristianismo.
Pero la
expulsión siempre es un error. Los judíos que se
instalaron en Ámsterdam lanzaron el capitalismo
duro, los que se fueron a América se dedicaron
al comercio de esclavos, los que se fueron a
Palestina crearon la Cábala, un siniestro culto
secreto. Las ciudades españolas perdieron su
energía y su dinámica: Toledo hoy en día es una
hermosa ciudad soñolienta de cincuenta mil
habitantes,
o sea ¡el cuarto de la población que tenía en la
época de Alfonso VII!
La única diversión para las damas del lugar es
sentarse en el Zocodover
(que significa en árabe “feria de caballos”) y
tomar horchata, una bebida cuyo nombre deriva de
orquídea, y que se toma también en la puerta de
Damasco de Jerusalén, donde se le llama
sakhlab.
Los hombres van de café en café y almuerzan con
tapas y xerez. La
ciudad vive de los turistas que vienen a admirar
las proezas de los arquitectos moros, concebidas
en la tradición de la cultura
judeo-morisco-cristiana. Vida y dinámica
desertaron el lugar…
La
expulsión de los moros y la destrucción de su
civilización son aún más aberrantes; se puede
decir que la España actual es un país donde un
doble del rabino Kahan
había triunfado hace quinientos años; los
israelíes deberían fijarse bien en lo que pasa
en el sur de España porque allí se ve lo que
ocurre quinientos años después de la victoria
completa de una ideología al estilo de
Kahan. Para un
israelí o un palestino, ir a Andalucía es como
encontrarse en casa: mismos
wed,
mismas terrazas de olivares, mismos acueductos,
mismos manantiales, mismas albercas
sabi
que recogen el agua de los manantiales, mismas
fortalezas en ruina, la toponimia árabe, la
mayor parte de la población de origen foráneo:
estamos frente a un país que perdió su población
inicial y fue repoblado por otra gente, por
inmigrantes. Guadalquivir significa
Wed
al Kabir, es decir el gran río. El
valle del Guadalfeo,
Wed
al Fara, es un valle de ensueño para
beduinos, o el cumplimiento de la profecía de
Joel (3, 18): se parece a un
wed
de Tierra santa, pero con agua abundante, y
culebreante como el
Jordán.
La
última capital de la España mora, Granada (Karnata)
está situada sobre un peñón rocoso (Karn).
Granada, epicentro de la España mora tardía,
tiene una especie de parecido indefinible con
San Juan de Acre, sin duda porque ambas son la
huella última que queda de una influencia de
ultramar. A la entrada de la ciudad se encuentra
un arco adornado con tres granadas recortadas,
para cumplir con un juego de palabras fundado en
la etimología popular. Es el arco edificado por
Carlos V, pero las granadas las mandaron a
esculpir los reyes católicos Fernando e Isabel
en 1492, el año fatídico en tantos aspectos, o
sea unos ochocientos años después del arribo del
Islam y la civilización mora a Granada. En
realidad, en el reino de Granada nadie podía
sentir el último acto de la Reconquista como una
liberación; y en España entera, ya no había
quien pudiese pretender ser dueño de Granada.
Los reyes moros de Granada procuraban vivir en
paz con los reyes cristianos, e incluso habían
enviado destacamentos para apoyarlos en su
guerra contra sus correligionarios de Sevilla.
La última dinastía de Granada fue instaurada por
Ibn Alamar doscientos cincuenta años antes de la
caída de la ciudad, y el último rey fue Boabdil,
el rey niño.
En el
reino de Granada culminó la civilización morisca
de España, y fue una etapa decadente, demasiado
madura y blanda. El principal monumento es el
“Fuerte Carmesí”, La Alhambra. Washington Irving
encontró el palacio y la fortaleza medio en
ruinas, esto lo impresionó mucho y llamó la
atención de los españoles sobre tanta hermosura
en vías de desaparición. La Alhambra no
interesaba para nada a los españoles a
principios del siglo XIX, de la misma manera que
las tumbas de los jeques no interesan a los
colonos israelíes actuales. La civilización de
Granada no tiene herederos. Por su estilo, la
Alhambra es muy diferente de la Mezquita de
Córdoba. En Córdoba, la influencia del estilo
sirio de los omeyas todavía dominaba, mientras
que Granada es totalmente mora, como los
palacios marroquíes. Por fuera es sobria, porque
los dirigentes moros, cuidándose de “no atraer
el mal de ojo”, no hacían ostentación de lujo
hacia la calle. La visita del palacio decadente
de la Alhambra es una maravilla, con tal de
apartar a los guías locales con mano de hierro,
pues son “parlanchines, ignorantes, apresurados
y te aturden con Washington Irving”, como ya lo
decía W. Clarke en 1849.
Todos
los salones de la Alhambra son auténticas joyas.
El Salón de los Embajadores, con alta bóveda, se
parece al salón homónimo de Sevilla, pero es aún
más elegante, y la vista que se tiene desde sus
ajimeces es más
hermosa: el Alcázar está edificado en terreno
llano, mientras que Granada está en lo alto de
un cerro, y desde las ventanas del palacio se
ven los jardines verdes debajo y la barrera
nevada de la sierra en la lejanía.
El techo
artesonado del Salón de los Reyes está adornado
con frescos decididamente europeos, que son obra
de pintores italianos, por lo visto, pues
representan varones guerreros, cazadores,
amantes. El reino de Granada estaba consciente
de que los vínculos con Magreb y el resto del
mundo musulmán estaban rotos, y que a los
moriscos les tocaba vivir en un entorno
cristiano. Los moros de Granada estaba
dispuestos al parecer a europeizarse y la
influencia cristiana no se limita a estos
frescos, también se siente en las bóvedas y los
decorados la influencia de la catedral gótica de
Toledo, el monumento menos morisco de Castilla.
Nuevamente se observa el parecido con el reino
cruzado de San Juan de Acre, minúsculo reino que
podía haber mantenido su lugar en la
organización del Oriente Próximo, que mantenía
relaciones amistosas con sus vecinos musulmanes,
y aceptaba su influencia. Pero el implacable
sultán Baibar,
equivalente musulmán de Isabel y Fernando, borró
del mapa este pequeño reino palestino, y
convirtió la costa en desierto.
Los
reyes católicos tomaron Granada prácticamente
sin combate, y se comprende ante el lujo
decadentista del palacio que los habitantes de
esa ciudad refinada y preciosista no estaban
para pelear. De todas formas, Granada se
encontraba condenada: si los moros hubiesen
logrado llevarse a sus austeros compañeros desde
los desiertos del Magreb hasta allí, su
civilización se habría derrumbado o al menos,
habría callado por largo tiempo. El tratado
preveía darles a los moros los valles de la
Alpujarra, entre las dos sierras, Nevada y
Contraviesa. Si
Andalucía es una región triste, la Alpujarra lo
es con creces. Los manantiales brotan en los
pliegues de las montañas, y algunos
descendientes de moros traen a sus mulas a
beber. Las pequeñas ciudades y los pueblos
siguen siendo encantadores como antes. La
Alpujarra, al menos para mí, es el lugar más
bello y más conmovedor de toda España: uno
encuentra numerosas higueras, viñas y limonares.
Pero también lo que se siente allí es que la
gente que creó esta vega y su economía
desapareció.
Siete
años después de la toma de Granada, en la
dinámica de la Conquista, los moros fueron
obligados a convertirse inmediatamente o a irse.
Ni siquiera la conversión los salvó: en 1570,
los descendientes de los moros fueron
dispersados por toda España, y en 1609, los
moriscos convertidos fueron expulsados. Pero los
conquistadores no sacaron ningún provecho con
ello, ya que la ciudad de Granada se fue
apagando tras la expulsión; antes contaba con
doscientos mil habitantes, y a partir de la
reconquista pasó a ser un pueblo provinciano.
Por las
descripciones de los contemporáneos y la
tecnología que ha llegado hasta nosotros, la
agricultura andaluza del tiempo de los moros
estaba increíblemente desarrollada; los moros
habían introducido la noria, explotado los
surgideros, cavado canales de riego, y en
conjunto, habían desarrollado una agricultura de
montaña, intensiva, que recuerda la de Palestina
con una gran diferencia, y es que el agua es
mucho más abundante en Andalucía. Los
conquistadores cristianos despreciaban las
actividades agrícolas y el comercio,
considerados como privilegio de moros o judíos,
mientras que un cristiano sólo podía ser clérigo
o guerrero. Es lógico que la expulsión de moros
y judíos señale el inicio del declinar económico
de España. Las huellas del desarrollo agrícola
son visibles sobre todo en
Alpujar, donde los moros permanecieron
más tiempo.
Llegué a
la Alpujarra por el monte, cruzando la sierra
Nevada, la más alta de España, de cumbres
blanquísimas. Desde esta sierra el rey Boabdil
contempló su ciudad perdida, exhaló el último
“suspiro del Moro” que le dio su nombre al
lugar, y lloró. Según la leyenda, su madre le
pidió que no se pusiera a llorar como una mujer
sobre aquello que no había sabido defender como
hombre. Philip Gdalia,
en un libro de los años 1920 titulado
Lo que habría
pasado si los moros hubiesen ganado en 1491,
afirma que Granada habría logrado mantenerse,
que se habría convertido en un gran centro de
las ciencias y la cultura, y que la Sociedad de
Naciones le habría confiado un mandato sobre
España. Un mundo en que los cruzados hubiesen
podido quedarse en Acre y los moros en Granada
tal vez hubiese sido mejor que el que siguió al
enfrentamiento implacable.
Cuando
el tiempo lo permite, uno puede cruzar la sierra
en coche. La carretera que va hasta el Parador
nacional de Sierra Nevada es buena, no tanto la
que va hasta el Puerto de la Veleta. A partir
del puerto, lo más sencillo es cruzar por el
circo que está junto al pico de Veleta para
llegar a los pastos que cubren la pendiente
abrupta hasta la estación hidráulica; desde
allí, un sendero lleva al pueblo de
Pampaneira de
Alpujarras. El nombre mismo de
Pampaneira demuestra
que los habitantes del pueblo vinieron de
Galicia; después de la expulsión de los moros,
el gobierno instaló a colonos venidos de las
regiones ya cristianas desde tiempo atrás. En
Pampaneira, en la
plaza, está un manantial en un hermoso
sabil,
pero se nota que los viejos métodos de la
agricultura con riego artificial fueron
abandonados.
La
prueba más elocuente de que la expulsión de los
moros mató el alma andaluza se observa en la
Costa del Sol. Edificios de muchos pisos, casas
de veraneo, concreto y puestos de salchicha, col
agria, cerveza y hamburguesas, a lo largo de
cientos de kilómetros: son los más asquerosos de
toda la costa mediterránea. La Costa del Sol le
pertenece a los alemanes, ingleses u holandeses
que no tienen mar cálido en casa. La gente más
rica del norte se compró estas casas y pisos, y
los que no son tan acomodados vienen a
amontonarse en las playas de arena ardiente para
recalentar sus cuerpos helados. La Costa del Sol
es como una maqueta de plástico, no tiene raíces
en ninguna parte, es una interminable extensión
de pura alienación, una tierra de nadie, un
no
man’s
land.
Los
turistas de la Costa del Sol nunca dejan su
banco de arena para pasear por Andalucía o por
otras partes de España, es como si el país no
existiera. Sin embargo, en las ciudades de la
costa están los cientos de clubes nocturnos y
restaurantes que ofrecen la cocina nacional de
los turistas, o sea, lo común y corriente de
todas las estaciones balnearias. Hasta las
ciudades pequeñas, más alejadas del mar, por
ejemplo Mijas, que
se consideraba, hace solamente unos veinte años,
un pueblecito encantador, ya no son sino trampas
para turistas clásicos, con derroche de tiendas
de souvenirs.
Las
playas turísticas son en mi opinión, la forma
más repugnante de turismo, porque destruyen las
costas al explotarlas excesivamente. Diez bombas
atómicas no habrían podido destruir la Costa del
Sol tan completamente como “el progreso” y el
‘desarrollo”, y es también un efecto de la
expulsión de los moros quinientos años atrás,
pues desde entonces fue una tierra sin amo
capaz de defenderla de la sobreexplotación y la
conquista. El sur de Francia, las costas
italianas o griegas también han sufrido el
turismo, pero no dejan de formar parte de
Francia, Italia o Grecia; los pueblos de esos
países tenían fuerza, sus vínculos con el país
eran sólidos, de modo que no abandonaron sus
costas por dinero. Pero Andalucía, conquistada
por la espada, todavía no se ha encontrado a sí
misma.
Una vez
expulsados los moros, traumatizados, no pudieron
reconstruir su civilización en Magreb, y la
costa barbaresca de
África del norte permaneció salvaje. Se les
habían agotado las fuerzas en Córdoba y Granada.
Los españoles, después de destruir la cultura
morisca, siguieron con el impulso, y fueron a
destruir la civilización de América, hasta que
su país terminó siendo el traspatio de Europa.
No por casualidad los habitantes del norte
transplantados en Granada y Sevilla son los que
apoyaron al régimen fascista de Franco, y
demostraron un ensañamiento especial en los
ajustes de cuentas con los republicanos. La
Inquisición, creada para luchar contra moros y
judíos, duró hasta las guerras napoleónicas y
causó el estancamiento de la sociedad española,
su retraso intelectual y técnico.
Se puede
observar que la primera etapa de la Reconquista
no causó gran daño a España y a los españoles;
cuando los reyes católicos tomaron Toledo, tres
siglos y medio después de la victoria del Islam,
la ciudad no sufrió y siguió desarrollándose,
pues la mayoría de los musulmanes se había
quedado en el lugar. En una atmósfera de
tolerancia y espíritu caballeresco, las guerras
entre norte y sur nunca llegaron a ser guerras
totales, y cuando las ciudades y los pueblos
cambiaban de amo, la población no padecía. No es
el cambio político sino la expulsión y la
voluntad de homogeneizar las que fueron fatales,
por lo menos hasta la última campaña contra los
enclaves moros de Andalucía: allí, una simple
conquista política, sin expulsión, también
habría podido evitar el derrumbe.
El
ejemplo español debería estar presente en la
mente de israelíes y palestinos: la expulsión
masiva de la población destruye un país, no por
años, sino por siglos, y la riqueza confiscada a
los expulsados es una maldición. En la lucha
contra la cultura del otro, la cultura del
destructor también perece, mientras que la
persecución de una minoría étnica puede
conllevar la pérdida de las libertades para la
mayoría.
Traducción por Maria
Poumier, a partir de la versión francesa
por Marie Bourrhis,
publicada en 2007 (
Le
Pin et l’Olivier,
ed. BookSurge)