Amigos verdaderos y falsos
Israel
Adán Shamir,
www.israelshamir.net
(Traducción: Maria Poumier)
Ya van dos semanas que la
Guerra se acomodó en el Oriente Próximo, como una vieja tía que
acostumbra volver a visitar a los sobrinos. Esto va para rato, y
como ya ha pasado el primer choque de la batalla por el Líbano,
el panorama se despeja. Veamos primero lo novedoso. A pesar de
la fuerza aplastante del asalto israelí, a pesar de su
brutalidad y perversidad sin precedentes, los tercos
combatientes del jeque Hasán Nasrallá mantienen su posición. El
blietzkrieg planeado por los estrategas de Tel Aviv se detuvo en
las faldas de las bajas colinas de Marun Ras, y se estancaron en
las calles de Bint Yebel. Si bien en 1982, durante la anterior
invasión israelí, los tanques judíos cruzaron el río Litani en
apenas 48 horas, ahora su avance se mide en parcos metros.
Un arma vieja pero temible,
forjada por los rusos en los días de su histórico forcejeo con
los alemanes, con nombre de muchacha, la Katyusha, mantiene en
jaque las tierras del interior de Israel, hasta entonces tan
protegidas, hasta Haifa. Precisos misiles dieron en los
helicópteros israelíes Apache, los navíos Saar, los mejores
tanques israelíes Merkaba. El invasor frustrado tapizó las
carreteras y las aldeas del Líbano con centenares de cuerpos
triturados de niños libaneses; pero es de notar que pocos
luchadores de Hezbolá han caído presos o muertos. Es que tienen
un arma secreta: Hezbolá es la primera entidad árabe que los
judíos no han logrado infiltrar. Los servicios de inteligencia
no sabían qué armas tenían, ni qué planes habían preparado. Los
combatientes de Hezbolá no complacieron a los judíos y no
cometieron suicidios al grito de Alá es grande: pelean, derrotan
al enemigo, y acaban con los dos mitos gemelos de la
invulnerabilidad israelí y la impotencia árabe.
Imposible
sobrestimar la importancia de lo que están haciendo: si la
resistencia fuera floja en el Líbano, ya estarían rodando los
tanques israelíes camino a Damasco, y los bombardeos israelíes
apuntarían a Teherán. Esto es lo que desean los neocon
americanos (¿tal vez convenga ortografiar mejor neocohen?).
William Bristol lo dice llanamente : “Por cuanto Siria e Irán
son enemigos de Israel, también son enemigos de los Estados
Unidos. Podríamos contemplar una respuesta a esta agresión iraní
con algún asalto a las instalaciones nucleares iraníes. ¿Por qué
esperar? ¿Acaso supone alguien que un Irán nuclearizado podría
ser contenido?” Michael Ledeen saca la vieja retórica de la
guerra fría : “No hay quien se salve de los mollás. Si no los
aplastas, te someterán a sus funestos designios”. Larry Kudlow
está seguro de la victoria: “a Israel y Estados Unidos les
bastan unos 35 minutos para acabar con toda la marina y la
fuerza aérea iraní... Este es el momento de apretarle las
tuercas al dictador de Siria, a ‘Baby’ Assad”. Los neocon tienen
un buen motivo para empujar a la guerra ahora, pues sus
posiciones en la administración de EEUU se han debilitado
últimamente, y están apareciendo las primeras señales de la
rebelión goy, materializadas en un estentóreo estudio crítico
sobre el lobby judío. Una guerrita simpática les devolvería
poderes plenos en Washington.
El ataque israelí contra
Damasco y Teherán todavía puede darse, pero cada día el parón
libanés disminuye las posibilidades de una guerra regional. La
molesta palabra “derrota” empieza a sonar en la televisión
israelí: “empantanados en el Líbano”, tal es la vieja pesadilla
de los israelíes que ya pasaron por esta experiencia y no la
repetirían con agrado. Una “derrota en Líbano” sería por cierto
una derrota limitada, que no llevaría al vencedor hasta Haifa,
pero les enseñará a los israelíes alguna modestia. Por esto es
que en esta guerra, el verdadero amigo de Israel es el que desea
para su ejército una derrota sonada en el sur del Líbano, una
derrota que devuelva los muchachos a casa y les impida a los
generales buscar más aventuras por un tiempo largo. Amigos
falsos de Israel son los judíos organizados de EE UU, los que
marcharon para respaldar la aventura libanesa, mientras que sus
amigos verdaderos, los israelíes, marchaban en las calles de Tel
Aviv denunciando los crímenes de guerra de sus dirigentes.
Como israelí no me puedo alegrar cuando Haifa se
halla bombardeada y Tel Aviv amenazada. Hay demasiados inocentes
incapaces de distinguir su mano derecha de la izquierda; y
también mucha gente ovejuna. No obstante, no lo puedo condenar
tampoco, pues esta medicina amarga puede servir allí donde los
sermones blandos fracasaron. Los misiles de Hezbolá tal vez
templen las mentes israelíes y rompan la adicción que padecen a
la potencia militar. De la misma forma, un buen alemán debió
rezar por la derrota de sus compatriotas en Holanda en 1940,
pues semejante ducha fría les habría salvado de la tragedia de
1945.
Los alemanes eran demasiado
fuertes, y esto les perjudicó, les resultó desastroso. El mismo
destino es lo que le espera a Israel. La potencia en exceso no
es mejor que la falta de poderío. “Ni los fuertes lo son
absolutamente, ni los débiles son jamás totalmente débiles. Los
que han recibido el poder como don del destino descansan
demasiado en el mismo, y terminan destruidos. El poder es
despiadado, tanto para quien lo tiene (o se imagina que lo
tiene) como para el que lo padece. A la víctima la aplasta, y al
otro lo intoxica”, escribió Simone Weil, la filósofa francesa,
refiriéndose a la Guerra de Troya.
Esta guerra es una buena
ilustración de ello: un arañazo se convirtió en grandísima
batalla, con destrucción de la naturaleza y las ciudades, por un
exceso de poderío militar israelí. Pequeños incidentes
fronterizos han sucedido en el mundo entero, pero no acarrean
semejantes excesos. Si Israel fuese más cuerdo, habría entendido
cuál era la respuesta predecible a su brutalidad contra Gaza. Si
Israel fuese más débil, habría contestado en lo militar de
manera proporcionada. Pero es demasiado estúpido y demasiado
fuerte para actuar en provecho propio.
Los judíos repiten incesantemente sus viejos
errores. En 66 después de Cristo, unos dos mil años atrás, los
judíos lograron una hazaña contra la legión de Cestius Gallus.
Era algo tan increíble como la guerra de los Seis Días, pues las
legiones romanas no eran cosa de juego. Los judíos se
envalentonaron con el éxito, y con harta vanidad se imaginaron
que Dios pelearía a su lado. Pero ¡Dios tenía otros planes, y ya
por el año 70, Jerusalén y su templo estaban en ruinas ! Ahora,
una vez más, los judíos se encuentran intoxicados por sus
proezas militares, por la obediencia de EE UU y Europa, por su
control sobre los medios masivos. La arrogancia y la brutalidad
los están llevando al desastre, porque después de la violación
de Gaza y la violación del Líbano, hasta el más tolerante de los
habitantes de la región llegará a la misma conclusión que los
romanos dos mil años atrás: no puede haber paz en la zona
mientras exista el Estado judío. Después de padecer el mando
neocon, los Usamericanos compartirán esta conclusión.
Otra equivocación que repiten los judíos es la
de maltratar a los nativos. Después de la victoria hasmonea
sobre los seleucidas, victoria que aparece descrita en los
libros bíblicos de los Macabeos, se apoderaron de Palestina. Su
primera hazaña fue la expulsión de la población nativa de
Cesárea y la sustitución de ésta por pobladores judíos. Y allí
fue la Naqba, aquella vez también. En aquellos tiempos, los
palestinos no tenían plantas eléctricas, y los judíos tuvieron
que conformarse con derribarles los templos. Con tal de
convertirse en la lumbrera entre las naciones, los judíos
acertaron para sumir a las naciones en las tinieblas más opacas.
Los cien años de mando judío absoluto (de 168 a 68 antes de
Cristo) fueron los tiempos más horribles para la región, y al
general romano Pompeyo el Grande se le recibió como a un
liberador cuando sojuzgó a los judíos y limitó su soberanía a
Jerusalén y unas pocas zonas adicionales.
“No se trata de una guerra, sino de una campaña
contra el terrorismo; Israel está luchando contra los
terroristas de Hezbolá”, rezan los medios judíos. Pero cientos
de edificios incendiados, puentes hundidos y centrales
eléctricas derruidas, y mujeres, niños y refugiados agobiados
desmienten este viejísimo embuste. Napoleón pretendía estar
luchando contra los Mamelucos, no contra la Puerta otomana, pero
el imperio envió sus tropas a Palestina y tuvo que salir
huyendo, mientras desertaban los soldados. Adolf Hitler
pretendía luchar contra “los rojos”, no contra Rusia, pero los
rusos se unieron en torno a Stalin y le quitaron la careta.
George Bush dice que está luchando contra Sadam Hussein, que no
es contra Irak la cosa, pero los miles de soldados americanos
muertos desmienten la mentira. Ahora los libaneses hacen trizas
la línea que nos bajaron, y dicen: esto es una guerra judía
contra el Líbano. Una guerra total contra sus ciudadanos; y la
consigna la expresó el general israelí Halutz: “Por cada
roquette destruiremos diez rascacielos en Beirut”. Los libaneses
lo comprendieron, y no se tragaron el cuento judío de que había
que condenar a Hezbolá. Sintieron que Hezbolá los representa,
forma parte integral del Líbano. El ejército libanés debería
ponerse al lado de Hezbolá, y con esto se descarrilarían por
completo los planes del invasor.
Los judíos hasta bombardearon el barrio de
Ashrafieh, el suburbio acomodado y maronita de Beirut, que
encabezó el movimiento por la retirada del ejército sirio fuera
del Líbano. “Haram, ya Ashrafieh”, lo siento por ustedes. La
locura se les ha vuelto en contra demasiado pronto. Con lo
débiles y rudos que eran, los sirios les habrían protegido sus
paraísos de los negros buitres del sur. Son como el cordero que
rechazó al estorbo del pastor viejo, y se encontró en la boca
del lobo a la vuelta del camino. El sueño de un Líbano
independiente no fue sino una ilusión generada por los Maestros
del Sueño. El concepto de independencia no sirve: el Líbano
estaría mejor como parte integral y autónoma dentro de Siria; y
Siria estaría mejor unida a Irak, Jordania y Palestina. El
imperio otomano debió convertirse en Commonwealth del Este, en
vez de hacerse pedazos, pues unidos permanecemos, mientras que
divididos caemos.
Francia carga con una pesada
responsabilidad en la destrucción del Líbano. Francia fue la que
echó a los sirios fuera del Líbano. Los Estados Unidos,
obviamente enemigos de los árabes, no habrían sido capaces de
hacerlo sin el respaldo de París. Al quitarle el protector
sirio, Francia se encontró con la obligación moral de defender a
Beirut. “Eres responsable para siempre del que amaestraste”,
decía la zorra al Pequeño Príncipe en el cuento de
Saint-Exupéry, y Francia es la que amaestró al Líbano. El triste
y racista espectáculo de la evacuación de los extranjeros
debería sustituirse por otro: el desembarco de tropas de combate
francesas, no en tanto fuerzas de paz de la ONU o de la OTAN,
sino como legítimos defensores del Líbano. Saben cómo hacerlo;
en 1860, la época grande de los drusos, los soldados franceses
desembarcaron y restablecieron la paz, rechazando al agresor.
Pueden repetir la hazaña; si los franceses peleasen hombro con
hombro con los libaneses y contra el invasor judío, esto traería
paz al Oriente Próximo y a Francia.
Algunos países árabes traicionaron su deber
fraterno. Egipto, Arabia saudita y Jordania condenaron no al
agresor judío sino al resistente, a Hezbolá. Los países del
Golfo no hicieron nada para salvar al Líbano. Deberían
avergonzarse de su traición. Y por cierto, podrían repetir el
embargo petrolero que tan buenos resultados les dio en 1974, y
con esto obligar a Europa a echar atrás al pitbull sionista
enloquecido. La terca y brava resistencia de Hezbolá es honrosa
para los combatientes y vergonzosa par otros líderes árabes.
Deberían recordar que siempre terminaron castigados los que
traicionaron a Palestina: el rey Faruk fue derrocado, mientras
el rey Abdala fue asesinado. Cuanto más dure la guerra, más
aumentan las posibilidades de que estos dirigentes sean
despeñados por sus pueblos. Es una razón de peso para rechazar
el cese al fuego.
Los de Hezbolá son los
verdaderos héroes del Oriente Próximo. No por su poderío, sino
por su compasión. Son los únicos que sintieron compasión del
martirio palestino. No se mantuvieron como indiferentes
observadores ante la violación de Gaza, sino que trataron de
detener al violador con sus recursos modestos, de la misma forma
que Inglaterra un día expresó su protesta contra la conquista
alemana de Polonia. La compasión y la solidaridad son más
importantes que la soberanía.
Por esta razón no podemos
condenar a los combatientes de Hezbolá ni tampoco atenernos a
aquello de “los dos bandos”. Un filósofo ruso llamado Iván Ilyin
(1883-1954) hizo una distinción clara entre el violador y el
resistente (en su Resistencia al mal por la fuerza):
“El violador le dice a su
víctima: ‘estás supeditado a mi poderío’ mientras que el
resistente le replica al violador : ‘destruyes y serás
destruido, ¡renuncia! Aquí le pongo fin a tu tiranía.”
Pues sí, los judíos
procuraron dominar a los palestinos de manera tan completa, los
torturaron con tanta libertad y con tal falta de remordimiento,
que un resistente tenía que aparecer. Frente a la vergonzosa
obediencia del resto de los árabes, los combatientes del jeque
Hasán Nasrallá merecen nuestra devoción. Fueron los primeros
oponentes capaces de cambiar las reglas del juego israelíes, y
llevaron la guerra al mismísimo territorio judío, mientras que
hasta entonces, los enemigos de Israel habían aceptado
tácitamente considerarlo un santuario. Aun en 1948 los ejércitos
de Egipto, Transjordania, Siria, Líbano e Irak no cruzaron las
fronteras del Estado judío, y se conformaron con darle seguridad
a los territorios atribuidos por la ONU al Estado palestino
árabe. En 1967-1971, el Egipto de Nasser no se atrevió a mandar
ni un bombardero a Tel Aviv, a pesar de que las fuerzas aéreas
israelíes bombardeaban e incendiaban las ciudades egipcias.
Gracias al jeque Nasrallá, las ciudades de Israel ya conocen,
aunque sea a escala homeopática, lo que sienten Gaza y Beirut.
Esperemos que esta
experiencia acabe con el complejo de superioridad judío, de modo
que el pueblo de Israel se libere del mismo, se haga más
modesto, más abierto a las medidas negociadas, más atento con
sus vecinos. No deberían seguir tentando demasiado a la suerte,
pues la suerte actual de los judíos nos recuerda peligrosamente
el poema de Friedreich Schiller, basado en un relato de
Herodoto, acerca de Polícrates, aquél que gozaba de una buena
suerte extrema. A su invitado le preocupaba tal racha de suerte,
pues esto suele desembocar en el desastre. Le pidió a Polícrates
que escogiera su mejor anillo y lo tirase al mar, y éste lo
complació. Pero al día siguiente, un pescador llegó a la corte a
ofrecerle de regalo un pez enorme, capturado por él mismo.
Cuando abrieron el pescado, resulta que el anillo precioso se
encontraba en su estómago. “Aterrado el invitado retrocedió:
‘No me puedo quedar, pues los dioses han decidido que debes
morir, y para no perecer yo contigo debo huir.’” Así fue,
Polícrates sufrió un terrible cambio de suerte, y fue
crucificado por los persas.
Israel está tentando la
suerte. Sus generales son culpables del peor crimen de guerra,
el crimen de agresión. Matan con impunidad, y les vitorean sus
vasallos americanos. Ahora amenazaron a la ONU y mataron a
algunos de sus interventores de paz; pero no te preocupes, que
nadie les va a reñir por eso. Ya el embajador israelí exigió al
flojo Annan que pidiera excusas, y estoy seguro de que éste
cumplirá. Los judíos no tienen nada que temer, pero el dirigente
del clero ortodoxo, el arzobispo griego Christodoulos de Atenas,
y el arzobispo palestino Theodosios Atallah Hanna de Sebaste se
lo recordaron : “temed la cólera de Dios”.
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